Hace un año, la Reina Isabel había fallecido en circunstancias misteriosas que habían dejado a todo el Reino Unido en estado de shock. Su muerte había dejado un vacío en el corazón de la nación y un aura de oscuridad se cernía sobre el palacio de Buckingham. Pero lo que nadie sabía era que, un año después de su muerte, algo terrorífico estaba a punto de desatarse.
Era una noche fría y lluviosa, típica de un otoño londinense. El reloj marcaba la medianoche cuando las campanas de la Abadía de Westminster comenzaron a sonar de manera ominosa, como si estuvieran anunciando un evento funesto. En ese momento, las luces en el Palacio de Buckingham parpadearon y se apagaron, sumiendo la residencia real en la oscuridad total.
En el interior del palacio, los retratos de los antiguos monarcas de Inglaterra comenzaron a desprenderse de las paredes y se deslizaron por el suelo. Los retratos de Enrique VIII, Victoria y Guillermo el Conquistador se alinearon en el pasillo principal, como si estuvieran formando una procesión macabra.
Las puertas del palacio se abrieron de par en par con un chirrido espeluznante, revelando una figura que nadie esperaba ver. Era la Reina Isabel, pero no como la recordaban. Su piel estaba pálida y descompuesta, sus ojos eran dos pozos de oscuridad y su vestido real estaba en descomposición. Caminaba lentamente, arrastrando los pies, mientras susurros ininteligibles escapaban de sus labios marchitos.
Aterrorizados, los guardias reales intentaron detenerla, pero sus manos pasaron a través de ella como si fuera humo. La figura de la Reina avanzó inexorablemente hacia el retrato de su difunto esposo, el Príncipe Felipe. Con un gesto espectral, desgarró el retrato, haciendo que el vidrio se rompiera en mil pedazos.
El caos se desató en el palacio mientras los retratos de los antiguos monarcas comenzaron a emitir risas escalofriantes. Los candelabros se balanceaban violentamente, las cortinas se agitaban sin viento y las sombras se retorcían en las esquinas de las habitaciones.
La Reina Isabel se acercó al retrato de su sucesor, el Príncipe Carlos, y extendió una mano cadavérica hacia él. El retrato se volvió oscuro y se retorció como si estuviera sufriendo un tormento inimaginable. Luego, con un grito angustiado, desapareció en la nada.
El reloj volvió a marcar la medianoche y, de repente, todo regresó a la normalidad. Los retratos volvieron a sus lugares y las luces se encendieron. La Reina Isabel yace en silencio en su tumba, pero su espíritu parece que no está dispuesto a descansar en paz.
Desde entonces, cada año, en el aniversario de su muerte, el palacio de Buckingham se llena de su presencia fantasmal. La Reina Isabel busca venganza contra aquellos que considera responsables de su muerte misteriosa, y su espíritu atormentado continúa acechando los pasillos y habitaciones del palacio real. Los aullidos y susurros de la Reina Isabel se escuchan en la oscuridad de la noche, recordándoles a todos que, incluso en la muerte, su majestad puede ser aterradora
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